El 6 de abril de 2025 quedará grabado en la memoria de la Iglesia y de millones de fieles como uno de los gestos más conmovedores del pontificado del Papa Francisco. Ese domingo por la mañana, cuando la Plaza de San Pedro se encontraba adornada para un emotivo momento dentro de las celebraciones del Jubileo de 2025 —el Jubileo de los enfermos—, el Santo Padre apareció sin previo aviso, haciendo realidad uno de los signos más poderosos de su mensaje pastoral: la primacía de la presencia, del encuentro, del estar juntos, incluso en tiempos donde la virtualidad parece suficiente.
Un regreso esperado, una presencia inesperada
Apenas unas semanas antes, el Papa Francisco había sido hospitalizado en el Policlínico Gemelli por una neumonía que puso seriamente a prueba su salud. Durante su estancia, los médicos aconsejaron prudencia y descanso. A pesar de los cuidados y la fragilidad visible con la que aún debe lidiar —voz debilitada, respiración asistida por medio de cánulas de oxígeno, movilidad limitada—, el Papa decidió salir al encuentro del pueblo en una ocasión especialmente significativa: la liturgia jubilar dedicada a los enfermos y a quienes los cuidan, en el marco del Jubileo Ordinario de 2025.

Sin hacer anuncios previos, sin protocolos complejos ni grandes expectativas mediáticas, Francisco acudió como un peregrino más, como uno de tantos que cruzan la Puerta Santa buscando consuelo, perdón, o simplemente un momento de gracia. Su presencia, sin embargo, no fue común. Fue un evento cargado de simbolismo espiritual, eclesiológico y humano.
Un símbolo contracultural frente a la virtualización de la vida
En una era dominada por la digitalización, por la sustitución de la experiencia real por la mediada por pantallas, por la inercia de creer que estar en línea es sinónimo de estar presente, la elección del Papa adquiere un valor casi profético. En el comentario editorial publicado por Andrea Tornielli en Vatican News, se destaca ese mensaje con fuerza y claridad: “Incluso en la época de la realidad virtual […] estar físicamente es importantísimo. Estar en persona, hacer el esfuerzo de viajar, de salir, de participar […] tiene sentido para encontrarse en vivo con la mirada de quienes nos rodean”.
Este acto es más que un gesto de cercanía pastoral: es una catequesis viviente. Francisco, con la sencillez y la humildad que han caracterizado su ministerio petrino desde el inicio, ha querido recordarle al mundo que los vínculos humanos verdaderos, el amor auténtico, no pueden reducirse a palabras en correos electrónicos ni a abrazos pixelados. El amor, tal como lo expresó hace más de un año, necesita del tiempo, del cuerpo, de la presencia viva. Y en este acto, un anciano de 88 años, aún convaleciente, vuelve a ponerse de pie, literalmente, para recordarnos que nuestra fe es encarnada, concreta, vivida.
Un pastor entre sus ovejas: Iglesia como comunidad encarnada
Francisco ha insistido una y otra vez que el modelo de pastor que él desea para la Iglesia no es el del administrador distante o el burócrata eclesiástico, sino el del “pastor con olor a oveja”, el guía que conoce y ama a su rebaño, que no teme exponerse por cuidar a los suyos. La imagen de Francisco atravesando la Puerta Santa no en procesión triunfal sino como un peregrino más, débil y silencioso, representa una de las metáforas más simbólicas del sentido del papado en el siglo XXI.

En medio de un mundo que cada vez más promueve la autopreservación, la seguridad y la “higiene emocional”, Francisco —frágil entre los frágiles— actúa. Su acción no fue paternalista, sino profundamente fraternal. En su debilidad compartida, se coloca en el mismo nivel de quienes viven a diario el sufrimiento: los enfermos, los ancianos dependientes, los niños terminales, los cuidadores agotados, los discapacitados físicos o psíquicos. Su presencia fue sacramental: un signo visible de una realidad invisible que une a todos en la comunión del Cuerpo de Cristo.
Cruzar la Puerta Santa: Una experiencia profundamente conmovedora
La Puerta Santa constituye uno de los signos más profundos dentro de la tradición jubilar. No es una metáfora poética ni una estrategia turística: representa el paso hacia la Misericordia. Para los cristianos, atravesar ese umbral es adentrarse simbólicamente en la Iglesia que acoge, que sana, que restaura y que redime. Si a esto se añade que quien la atraviesa en este caso no es un pontífice fuerte y firme, sino un hombre que aún se rehace de una neumonía severa, el gesto se torna más elocuente.
Recordamos que fue el propio Papa Francisco quien abrió esa puerta durante la noche de Navidad, hace apenas unos meses, en su rol de pontífice. Esta vez, la cruzó sin boato, simplemente como un creyente más, como alguien que necesita tanto como los demás de la gracia que esa puerta simboliza. El paso de Francisco por la Puerta Santa fue una liturgia silenciosa, no concebida como un espectáculo sino como un acto de fe, como un signo humilde del discipulado.
La teología de la fragilidad
Uno de los mensajes más fuertes de este acto reside en lo que podría considerarse una “teología de la fragilidad”. En su homilía durante una misa celebrada el año pasado, el Papa había dicho: “Dios no tiene miedo de la fragilidad humana; todo lo contrario, la abraza y la asume”. Esta idea se volvió carne durante su visita inesperada al Jubileo de los enfermos.
Su cuerpo aún débil, su voz apenas audible y su rostro visiblemente afectado fueron parte del mensaje. Frente a modelos de liderazgo basados en el poder, la oratoria avasallante o la imagen impoluta, Francisco ofrece una propuesta distinta: el poder de la vulnerabilidad. Desde esta perspectiva, su presencia en la plaza no fue una demostración de fortaleza, sino de fidelidad y de amor pastoral, de obediencia al mandato de Cristo: “Apacienta mis ovejas”.
El valor de quienes sufren: una prioridad del pontificado
Desde el inicio de su pontificado, el Papa Francisco ha visibilizado la importancia del cuidado de los enfermos, de los marginados, de los dolientes. A lo largo de sus viajes internacionales, sus encuentros con reclusos, indigentes, enfermos terminales o migrantes han sido centrales. La encíclica Fratelli Tutti y diversos documentos pontificios insisten en la primacía de la atención concreta a quien sufre.
La elección de hacer su primera salida pública tras la hospitalización para asistir a una celebración dedicada a los enfermos no es una coincidencia. Es una elección profundamente significativa. Francisco no ha acudido como jefe de Estado, ni para presidir una gran misa de canonización o una audiencia pública multitudinaria. Ha elegido, en cambio, un momento eclesial íntimo y denso de sentido: celebrar, rezar y acompañar a los que muchas veces son invisibles para la sociedad.
Contra el clericalismo: una Iglesia samaritana
Francisco ha luchado tenazmente contra el clericalismo y el autoritarismo dentro de la Iglesia. En este contexto, asumir el papel de enfermo, colocarse voluntariamente entre los que sufren, renunciar a los saludos oficiales y a las introducciones protocolarias, es una forma efectiva y radical de modelar la Iglesia que él sueña: una Iglesia hospital de campaña, una Iglesia que se arrodilla ante los que sufren, que escucha, sana y sirve.
Ese domingo por la mañana, mientras muchos miraban boquiabiertos la presencia del Sucesor de Pedro en silla de ruedas, algunos lloraban. Lloraban porque el Papa no necesitó hablar para comunicar. No alzó la voz; no leyó una homilía; ni siquiera bendijo multitudes con gestos amplios. Su silencio lo dijo todo. Su mirada transmitió amor. Su presencia fue bálsamo y mensaje de conversión urgente para una Iglesia tentada por el distanciamiento digital y el confort eclesial.
Hacia un Jubileo con rostro humano
El Jubileo Ordinario de 2025 ha sido concebido por el Papa Francisco como una oportunidad para renovar la esperanza en una humanidad que, a pesar de los avances tecnológicos como la Realidad Virtual, sigue necesitando del calor humano, de la presencia física y del encuentro cara a cara. En un mundo cada vez más digitalizado, el gesto del Papa Francisco nos recuerda que, aunque la tecnología puede acercarnos, nada puede reemplazar el poder de un abrazo, una mirada o una palabra pronunciada en persona.
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